La soledad tiene distintas caras y facetas a lo largo de nuestra vida; cada década cuenta una historia o versión de la soledad. En la infancia esta palabra era casi una amenaza, que nos invitaba a controlarnos con frases como “compórtate o te dejo aquí solo” o “si no dejas de llorar, me voy” de manera que el solo pensar en la soledad puede llegar a ser aterrador para algunos niños que temen no sentirse protegidos o cuidados.
En la adolescencia, esta soledad pasa a ser un grito de independencia, porque es uno de los estados mentales que más se añora, con dinámicas familiares que invitan a brindar espacios y tiempos de privacidad, sin embargo, es justo en esta etapa en la cual empezamos a entender las dos caras de esta palabra. La primera es aquella soledad que se escoge, es decir, una elección proactiva, en donde quiero tomar tiempo para mí; la segunda cara es de pérdida u obligación, es decir, otros han tomado la decisión por mí.
De los 20 a los 30 años, es muy normal haber vivido las dos caras de la moneda y habernos hecho un fuerte concepto de lo que para nosotros significa “soledad”, lo cual tiene todo que ver con las experiencias y la interpretación que hemos hecho de estas mismas, es así como una persona puede haber vivido el estar solo o sola como la mejor experiencia de su vida y otra persona completamente diferente, vivir exactamente la misma experiencia e interpretarla como devastadora.
La soledad puede llegar a ser una tortura, tanto así, que en varios países del mundo occidental es una forma de castigo el dejarte aislado, mientras que, en la cultura oriental, ese mismo aislamiento es una cura mental y espiritual. Definitivamente, la única diferencia entre una y otra es la interpretación que nos hacemos de la soledad, el poder elegirla es una decisión activa para sanar y conquistar una mejor versión de nosotros.